Cuento: “La historia de san Alejo”:
Era hijo de un rico senador romano. Nació y pasó su juventud en Roma. Sus padres le enseñaron con la palabra y el ejemplo que las ayudas que se reparten a los pobres se convierten en tesoros para el cielo y sirven para borrar pecados. Por eso Alejo desde muy pequeño repartía entre los necesitados cuanto dinero conseguía, y muchas otras clases de ayudas, y esto le traía muchas bendiciones de Dios.
Pero llegando a los veinte años se dio cuenta de que la vida en una familia muy rica y en una sociedad muy mundana le traía muchos peligros para su alma, y huyó de la casa, vestido como un mendigo y se fue a Siria.
En Siria estuvo durante 17 años dedicado a la adoración y a la penitencia, y mendigaba para él y para los otros muy necesitados. Era tan santo que la gente lo llamaba "el hombre de Dios". Lo que deseaba era predicar la virtud de la pobreza y la virtud de la humildad. Pero de pronto una persona muy espiritual contó a las gentes que este mendigo tan pobre, era hijo de una riquísima familia, y él por temor a que le rindieran honores, huyó de Siria y volvió a Roma.
Llegó a casa de sus padres en Roma a pedir algún oficio, y ellos no se dieron cuenta de que este mendigo era su propio hijo. Lo dedicaron a los trabajos más humillantes, y así estuvo durante otros 17 años durmiendo debajo de una escalera, y aguantando y trabajando hacía penitencia, y ofrecía sus humillaciones por los pecadores.
Y sucedió que al fin se enfermó, y ya moribundo mandó llamar a su humilde covacha, debajo de la escalera, a sus padres, y les contó que él era su hijo, que por penitencia había escogido aquél tremendo modo de vivir. Los dos ancianos lo abrazaron llorando y lo ayudaron a bien morir.
Mis queridos hermanos, el Evangelio de este domingo me trajo a la memoria la historia de san Alejo. Como habéis leído, cuando Alejo volvió a su casa nadie se percató de que era el hijo de la familia a la que servía. Con los paisanos de Jesús ocurrió algo parecido. Tuvieron el privilegio de que el mismo Señor les explicara las Escrituras y no le reconocieron. También nosotros somos muy dados a aceptar o rechazar la Palabra de Dios según la “envoltura” con que se nos presente. Pidamos la gracia de aceptar siempre lo que el Señor nos diga, aunque a veces su Palabra choque frontalmente contra nuestros deseos egoístas.
“Vino a su casa, y los suyos no la recibieron”. (Jn 1,11).
Guión Litúrgico: