Cuento: “La adoración de los tres mendigos”:
Los reyes magos apenas salían del pesebre de Belén, donde habían ofrecido al niño Dios oro, incienso y mirra; se fueron por otro camino al regresar a su país, como lo había pedido el Ángel. Entonces se presentaron tres personas... Extraños, solos sin cortejo, no había en ellos buena presencia ni hermosura: enfermos, fatigados, cubiertos de tanto barro y polvo que nadie podía decir de qué raza y país eran.
El primero tenía harapos, parecía sediento y hambriento, la mirada cansada por las privaciones.
El segundo caminaba torcido, trayendo cadenas pesadas en sus pies y en sus brazos. Llevaba en su cuerpo heridas profundas y marcas de su cárcel.
El último tenía el cabello largo y sucio, ojos desfallecidos, buscando alivio.
Los vecinos del pesebre habían visto varios visitantes, pero estos les asustaban. En verdad, cada uno se sentía pobre y miserable, pero estos extranjeros mucho más. ¡Nos dan miedo!!... ¡Que no entren y se presenten al niño! !No! ¡Hay que impedir eso!... Y se postraron delante de la puerta como para protegerla. Además, no llevaban consigo ningún regalo. Tal vez querían mendigar o quién sabe, ¡robar! Todos habían oído hablar del oro, y se sabe que el oro atrae ladrones... ¡Cuidado!
Entonces se abrió la puerta y apareció San José afuera. - ¡Hola José!... Ten cuidado, aquí hay mala gente que quiere entrar. No les dejes penetrar en el pesebre de la Navidad. ¡Eso no se puede imaginar!
-¡Callad! Cada hombre puede presentarse delante del niño, sea pobre o rico, necesitado o magnífico, feo o hermoso, digno de confianza o de mala apariencia. El niño no pertenece a nadie en particular, ni siquiera a sus padres. Dejen entrar a estos viajeros... Entonces abrieron un camino estrecho. José les acogió y dejó la puerta abierta. Todos empujaban uno al otro para ver lo que habría de suceder. Unos se dijeron: pues, nosotros tampoco somos brillantes...
Los tres necesitados estaban inmóviles, callados delante del niño Dios. Y de verdad, nadie podía decir cuál de los cuatro era más pobre: el niño acostado en la paja del pesebre o los tres contemplándolo. El hambriento, el prisionero o el extraviado, todos vivían en la misma pobreza.
Luego pasó una cosa extraña. El primero dejó su abrigo envejecido y remendado a los pies del recién nacido, el prisionero colocó sus cadenas, el desviado su mirada perdida, y dijeron a Jesús: -Tómalos. Acepta. Un día necesitarás un abrigo roto cuando estés desnudo. Un día necesitarás un bálsamo para curar tus heridas sangrientas. Necesitarás cadenas cuando te traigan deshonrado como un timador. Acuérdate de mi en ese día. Quita mi duda, mi terror, mi vergüenza, porque me encuentro alejado de Dios. No puedo llevarlo solo. Es demasiado pesado. Ayúdame. Grita conmigo nuestra común desesperación, que Dios lo oiga, que el mundo lo entienda.
Se hizo un silencio largo, larguísimo. Por fin se levantaron; sacudieron sus miembros, como liberados de una carga.
Sabían entonces que en las manos de ese niño se puede colocar todo: la pobreza, los sufrimientos, la tristeza por estar lejos de Dios.
La mirada clara y firme esperanza, salieron del pesebre, consolados y fortalecidos en sus necesidades: la habían compartido con su Dios.
“Entraron el la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra” (Mt 2,11).
Guión Litúrgico: