Cuento: “El príncipe egoísta y los espejos estropeados”
Hace ya mucho tiempo, existió un antiguo reino llamado Cristalandia. Era un precioso reino, lleno de cristales y espejos por todas partes. Todo quedaba fielmente reflejado en los espejos de este reino. En ese reino vivía el príncipe Lucas, un príncipe caprichoso y egoísta.
Una mañana cuando Lucas se despertó y se miró en el espejo, pudo ver reflejada una cara triste y enfadada. Se restregó los ojos y volvió a mirar de nuevo, pero la imagen que le devolvía el espejo era la misma cara triste y enfadada; empezó a sonreír y a hacer muecas, pero su reflejo seguía siendo triste. El príncipe se enfadó mucho con el espejo, ¿qué clase de espejo era capaz de mostrar una imagen triste y enfadada del príncipe?
Lucas recorrió todo el palacio observando su imagen en cada uno de los espejos y cristales que encontraba en su camino, y todos le mostraban la misma cara triste y cada vez más enfadada. ¿Qué clase de broma era aquella? ¿Qué puede estar pasando? ¿Por qué todos los espejos están estropeados? –se preguntó el príncipe.
Sin salir de su asombro, ordenó a sus sirvientes que le llevaran golosinas y volvió todo contento a verse en el espejo, pero su reflejo seguía triste. Luego pidió que le consiguieran todo tipo de juguetes y cachivaches, pero aún así no dejó de verse triste en todos los espejos y cristales de palacio, así que, decepcionado, decidió olvidarse del asunto. "¡Vaya espejos más birriosos! ¡es la primera vez que veo unos espejos estropeados!"
Esa misma tarde salió del palacio para jugar y divertirse molestando a las personas que se cruzaran en su camino, pero yendo por una calle muy estrecha, se encontró con un niño pequeño que lloraba entristecido. Lloraba tanto y le vio tan sólo, que se acercó para ver qué le pasaba. El pequeño le contó que había perdido a sus papás, y juntos se pusieron a buscarlos. Como el chico no paraba de llorar, el príncipe compartió con él sus golosinas y sus juguetes para animarle hasta que, finalmente, tras mucho caminar, terminaron encontrando a los padres del pequeño, que andaban preocupadísimos buscándole.
El príncipe se despidió del chiquillo y, al ver lo tarde que se había hecho, dio media vuelta y volvió a su palacio, sin haber llegado a jugar, sin golosinas y sin juguetes. Ya en su palacio, al llegar a su habitación, le pareció ver un brillo procedente de los espejos y cristales que cubrían las paredes de su cuarto. Y al mirarse, se descubrió a sí mismo radiante de alegría, iluminando la habitación entera. Entonces comprendió el misterio de aquellos espejos, los únicos que reflejaban la verdadera alegría.
Y se dio cuenta de que era verdad, y de que se sentía verdaderamente feliz de haber ayudado a aquel niño.
Y desde entonces, cuando cada mañana se mira al espejo y no ve ese brillo especial, ya sabe qué tiene que hacer para recuperarlo.
“De la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”. (Mt 20,28)
Guión Litúrgico: